EN TODAS TUS
FORMAS
Cari Z.
Título original: In
all your ways
© Cari Z.
Traducción y formato: Traductores
Anónimos
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Esta es una
obra de ficción. Cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura
coincidencia.
Un ángel, un demonio. Antiguos enemigos. Vidas de
añoranza. Durante milenios Renat, el demonio ha amado a Emiel, el ángel desde
la distancia. Un beso era todo lo que alguna vez compartieron, siglos y siglos
atrás. Cuando Emiel es capturado y encarcelado en el Infierno, Renat sabe que
va a arriesgarlo todo para rescatar a Emiel y devolverlo al cielo, incluso si
eso significa hacer frente a la ira de Satanás.
Entonces se entabló un gran combate en el cielo… y fue
expulsado el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás,
el seductor de todo el universo; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron
arrojados con él.[1]
Apocalipsis 12: 7-9
I
LA GUERRA en el cielo fue corta, pero cegadoramente intensa. Lucifer, su
amor y su orgullo demasiado grandes como para aceptar que fuera menos a los
ojos de Dios que los hombres, manifestó su rabia y Miguel se enfrentó contra él
golpe a golpe. El Lucero del Alba[2] luchó
contra el Virrey del Cielo[3], y el
más grandioso de los ángeles combatió hasta que la sangre de Dios que llevaban
dentro fue derramada. Lucifer fue derrotado y lanzado a la tierra, perdiendo su
santo nombre y su rango en el Reino de los Cielos. El temerario, el odioso, el
despiadado, el soberbio y muchos de los que antepusieron la lealtad cayeron con
él.
El ángel Renat no era odioso, ni
despiadado, ni temerario. Su gran defecto no fue el orgullo o la ira sino, al
igual que Lucifer, un exceso de amor. Solo que para Renat, Dios no era el primero en su corazón, como debía
ser para todos los ángeles antes de la llegada de la humanidad, ni tampoco
podía orientar sus sentimientos hacia los
últimos y más inestables hijos de Dios. Su amor era todo para Emiel, el ángel
que había servido a su lado desde el momento de su creación. Emiel era puro de
un modo que muy pocos ángeles consiguieron ser, el más tierno y amable de los
guerreros que lucharon por el Cielo, o de los mensajeros que gritaban las
alabanzas de Dios sobre la tierra. Emiel era amor, y Renat — su compañero más
cercano— correspondió ese amor con una pasión tan intensa que le desconcertaba.
Con Emiel, Renat anhelaba algo más que el
simple y distante placer que producía el deber de amar. Emiel tenía una piel
que Renat soñaba con tocar, una boca que ardía en deseos de probar, y unas alas
por las que daría lo que fuera por sentirlas envueltas a su alrededor. Emiel
significaba para Renat más que el propio Dios, y cuando la revolución llegó,
vio su oportunidad de actuar y obtener todo lo que codiciaba. Sí, serían
expulsados del Reino de Dios, pero se tendrían el uno al otro. Renat se uniría
a Emiel para toda la eternidad y nadie se atrevería a tocar a su único amor
bajo pena de muerte. Solo tenía que convencer a Emiel de que cayera con él.
Su amado estaba de rodillas, rezando a su
Padre para que detuviera la masacre. Lágrimas como joyas cayeron de sus
pestañas, glorificando el suelo con su brillo cristalino. Rápidamente, Renat se
arrodilló frente a Emiel y cogió sus manos. Los brillantes ojos azules de Emiel
se abrieron de golpe, enormes y sorprendidos.
―Renat.
―Me voy ―se apresuró a decir Renat,
sintiendo las palabras como plomo en su lengua. Incluso mientras decía esto,
sabía que nunca podría regresar. Había quedado marcado como un traidor desde la
primera sílaba―. No puedo quedarme aquí y pretender no sentir lo que siento.
―Renat, no ―protestó Emiel.
―Sería un insulto a nuestro Padre
permanecer aquí y vivir una mentira ―insistió Renat―.
Debo irme, Emiel. Yo… ―Tomó una respiración profunda―. Te pido que te unas a
mí. Deja la casa de nuestro Padre y empieza una nueva vida conmigo.
―Yo seguiré Su voluntad ―murmuró Emiel.
Tenía la cara seria y triste cuando miró a Renat―. No puedo traicionarle.
―¿Ni siquiera por mí? ―suplicó Renat.
Sabía que eso era indigno, pero no pudo contenerse. Ya se sentía más pesado,
notaba la tensión de su inminente caída surtiendo efecto en él. Renat no era un
arcángel capaz de resistir la orden de Dios, y Su palabra era que los desleales
a Él fuesen desterrados―. Emiel, tú lo eres todo para mí. Te he amado desde el
primer momento en que te vi y nunca podrás ser reemplazado en mi corazón. Todo
lo que quiero eres tú, para toda la eternidad. Te lo ruego, ven conmigo.
―No me pidas eso ―imploró Emiel, apretando
con más fuerza las manos de Renat―. No me pidas que desobedezca la voluntad de
nuestro Padre. No puedo hacerlo.
―Por favor ―dijo Renat, sintiéndose más
pesado a cada momento―. Por favor, ven conmigo. No me obligues a enfrentar este
oscuro futuro solo; ¡he caído por amor a
ti! ¡Emiel…! ―Desesperado, se inclinó hacia delante y capturó la boca de Emiel
con la suya. Oh, el sabor… era dulzura y suavidad, calidez, cariño y amor, y
Renat pudo degustar el sabor de ese amor y supo durante un breve momento que
todo era para él. Por un instante, tuvo esperanza. Por un momento, tuvo a
Emiel.
A continuación, todo había terminado.
Emiel se alejó, con los labios de color rojo cereza y la expresión
completamente destrozada. Puso una mano en la mejilla de Renat y acarició la
marcada línea de su pómulo.
―Lo
siento ―susurró, y esas dos palabras hicieron que el placer que recorría su
cuerpo desapareciera, convirtiéndose casi al instante en dolor―. No puedo
desobedecer la voluntad de nuestro Padre.
―No ―dijo Renat, negándose a aceptar la
verdad incluso cuando el tirón se hizo casi imposible de soportar―. No, por
favor ―murmuró―. Te quiero. ―Emiel no
dijo nada, solo lo estrechó cerca hasta que Renat no pudo luchar contra el
tirón por más tiempo. Por un breve segundo, estuvo tentado de aferrarse a su
amado, arrastrarlo hacia dentro del pozo sin Dios que se abrió para él muy por
debajo, pero no pudo. Emiel había hecho su elección, y a pesar de la agonía que
le causaba, no podía obligarle a caer en contra de su voluntad.
Dejar a Emiel fue la prueba más difícil a
la que había tenido que enfrentarse, pero Renat lo hizo. Un momento más tarde,
el peso de su deslealtad lo atrapó y fue lanzado hacia el firmamento y arrojado
por el borde del Cielo. La última cosa que vio mientras las llamas del nuevo reino
saltaban a su encuentro fue la cara de Emiel, pálida y desgarrada, disminuyendo
en la distancia hasta desaparecer por completo, y Renat se quedó completamente
solo en un ennegrecido pedazo de basura que pronto se convertiría en el Reino
del Infierno.
¡Adiós, campos felices, donde reina la
alegría eternamente! ¡Hola, mansión de horrores! ¡Saludos, mundo infernal! Y
tú, profundo averno, recibe a tu nuevo señor, cuyo espíritu no cambiará nunca,
ni con el tiempo ni en lugar alguno. El espíritu vive en sí mismo, y en sí
mismo puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo.
Milton, El paraíso perdido – Libro 1
II
AL DEMONIO Renat le gustaba pasar su tiempo libre en Los
Campos de los Condenados. Las almas rotas fueron plantadas allí, y era
responsabilidad de los demonios supervisar los campos para asegurarse de que
crecían tan retorcidas y atormentadas como sus pecados merecían.
Renat no era en sí un
supervisor de los condenados. Él era un demonio poderoso, uno de los primeros
Caídos y un Príncipe del Infierno. Sin embargo, cuando tenía ánimos, volaba con
sus destrozadas alas por los campos, se posaba en la tierra negra y calcinada e
iba a dar una vuelta.
Con las
alas plegadas, la espada envainada
y los ojos medio cerrados
y pensativo, Renat casi podría ser confundido con un hombre joven y guapo mientras deambulaba por los campos,
estirando los
brazos hacia los mechones en flor del alma que tenía
al alcance de sus dedos. Las bocas sin lengua chillaban
cuando él los rozaba, los filamentos
del alma en llamas por el fuego que quemaba en el interior del demonio. Los recuerdos de la pasión pérdida y el amargo pesar fluían a través de las criaturas cuyo único alivio era olvidar sus pecados. Un toque
suyo y cada palabra malvada,
cada mala acción, volvía íntegramente
a ellas, y los gritos de consternación que su presencia provocaba eran una
agradable melodía para los oídos de Renat. Si él debía
sufrir las consecuencias de la
desobediencia, entonces las
almas humanas relegadas a las crueldades bien pensadas del Infierno deberían sufrir mucho más. Después de todo, ellas eran las que habían causado esta división odiosa en primer lugar. Deberían sentir el precio de su propia existencia.
Las almas más recientes, las que no tenían
ninguna experiencia directa con él, de vez en cuando le rogaban piedad. A
distancia, Renat podría pasar por un mortal, vulnerable y desnudo; de cerca,
quedaba claro que era un ser celestial, superado solamente por Satanás en
cuanto a belleza absoluta. El que fuera una vez el Lucero del Alba era todo luz
mientras que Renat era ardiente oscuridad. Su cabello era una cascada negra que
caía por su espalda como una sábana brillante, tan limpio y puro que cada hebra
resplandecía como un espejo, reflejando las caras retorcidas de los condenados
y devolviéndoles su imagen, llenándolos de aún más miseria. Sus ojos eran de
color rojizo dorado y brillaban con la fuerza de su dominante presencia. Su
cuerpo era armonioso y ágil, y su cara tan perfecta que solo podría tener su
origen en el Cielo.
Nadie vio nunca el tatuaje del fuego
infernal que ardía sobre la base de su cuello, colocado ahí cuando se fundó el
Infierno por el único ángel con más fortaleza y resentimiento que el propio
Renat. Ningún alma mortal había visto
sus alas hechas jirones, la representación física de la gracia de todos los
ángeles. Solo unos pocos habían estado dentro de su casa, un gran castillo de
obsidiana que cortaba los pies de todos aquellos que se atrevían a acercarse a
él sin alas propias. Renat se mantenía al margen de la oscura juerga del
Infierno, una patética ofrenda en memoria del único al que amó, pero un simple
gesto era mejor que ningún tipo de reconocimiento. Renat nunca podría olvidar
que fue condenado, separado de Dios y de todas las bendiciones de Su presencia,
pero podía recordar por qué le había parecido que valía la pena en ese momento
y honrar a la fuente de esa decisión.
La grava crujió detrás de él. Renat se
giró y recibió la reverencia del demonio biungulado[4] que se
le había acercado. Era una criatura más del doble de alta que él, con cuernos,
peluda y feroz, pero sabía que debía mostrar respeto a su maestro.
―Habla, Nergal. ―La voz de Renat era tan dulce
y suave como la miel, evocando tan tiernos recuerdos al escuchar a las almas
que gritaban de agonía por la pérdida eterna que sufrieron.
Nergal alzó el rostro hacia su señor. Sus
ojos eran negros de punta a punta y parecían absorber la luz del fuego del
infierno.
―Mi Príncipe, han traído a un ángel por la
Puerta Occidental.
―Un ángel. ―No era algo inaudito que un
ángel fuera víctima de las seducciones de la humanidad y perdiera su
invulnerabilidad al Infierno, pero tampoco era muy común. Cuando podían ser
secuestrados y arrastrados al abismo, el honor de destrozarlos era una
distinción que todos los Príncipes se disputaban. El propio Renat lo hizo una
vez, pero no encontró ninguna satisfacción en ello. El ángel que había
torturado no era ni parecido a aquel que le atormentaba a cada momento. Aun
así, era una información que valía la pena conocer―. ¿Su nombre?
―Desconocido, por ahora. Sin embargo,
Semiazas ya lo ha reclamado para él.
―¿Semiazas? ―Semiazas era uno de los
propios Caídos, y jamás se había molestado en dedicar su esfuerzo a causas
verdaderamente extraordinarias. Renat sintió que su pecho se agitaba por la
inquietud. ¿Qué le impulsaba a hacer tal reclamación?
―Mi Príncipe, parece que el ángel está
hasta el momento inmaculado.
―¿No ha sido contaminado? ―Renat frunció
el ceño―. Entonces, ¿cómo pudo ser arrastrado al Infierno?
―Corre el rumor de que no fue forzado en
absoluto, mi Príncipe. Se dice que estaba esperando fuera de la puerta y que
entró por su propia voluntad.
―Qué extraño.
―Diría incluso que es extraordinario, mi
Príncipe. ―Nergal dudó un momento y luego continuó―. Pensé que sería
especialmente preocupante para usted porque, por lo poco que pude ver de este
ángel, se parece mucho a cierta figura que tiene en su casa.
Renat se quedó completamente inmóvil.
Nergal era uno de los pocos demonios a los que permitió alguna vez entrar en su castillo, y la criatura era un
espía experto, así que naturalmente había encontrado la efigie que Renat
guardaba en su gran salón. No sentía ninguna necesidad de ocultar la razón de
su caída, y habían pasado miles de años desde que cualquiera de sus hermanos
demoníacos se hubiera atrevido a burlarse de él por su amor malogrado. Si
Nergal creía que este ángel se parecía a la escultura de Renat, si este extraño
nuevo ángel estaba aquí realmente por su propia voluntad… Esto planteaba un
interrogante que hacía temblar hasta el último nervio de Renat con feroz
energía. Si Nergal tenía razón…
―¿La Puerta Occidental? ―estalló Renat,
esperando la confirmación al tiempo que extendía sus alas. Nergal asintió una
vez y luego se inclinó de nuevo. Renat no podía perder más tiempo. Batió sus
alas en el aire, aplastando a docenas de frágiles almas humanas en el
torbellino de su ascenso. La Puerta Occidental no estaba lejos de sus dominios.
Podía llegar allí a tiempo de impedir que Semiazas causara algún daño
permanente al ángel. Tenía que llegar.
El Muro Occidental era un fuego que se
extendía hacia el cielo, tan alto que era imposible decir dónde terminaba la pared
y comenzaba el cielo rojo contaminado. La Puerta Occidental era el único
cortafuegos a lo largo de todo el Infierno, un pequeño hueco en la parte
inferior de las llamas. Columnas de ónice enmarcaban esta puerta, y su guardián
de tres cabezas había fallado solo en contadas ocasiones a la hora de
protegerla de los intrusos. Dentro de la puerta una multitud se agolpaba,
demonios de todas las formas, tamaños y lealtades, y en el centro de esa
muchedumbre, Renat pudo detectar una
luz. La luz era débil, atenuada por la proximidad de tantos engendros
del infierno, pero no se podía negar que era puramente angelical. Una vez Renat
había brillado con ese signo de la gracia del propio Dios, por lo que le tocó
una fibra sensible, tan profundamente enterrada que había olvidado su
existencia. Este ángel estaba efectivamente sin contaminar.
Renat aterrizó en un torbellino de cenizas
provocado por la fuerza de sus alas. Los demonios menores inmediatamente se
apartaron de él, protegiéndose los ojos del penetrante calor. El círculo
interno ―demonios mucho más poderosos que la ruidosa multitud llevada por la
curiosidad— tardó más en moverse. Los ojos de Renat brillaban con fuego dorado
rojizo, y poco después su espada apareció en su mano. Todavía estaba envainada,
pero la reputación del arma se había extendido a todos los rincones del
infierno como algo a lo que ningún demonio quería enfrentarse. A regañadientes
se desplazaron también, cerrando sus enormes fauces y retrayendo sus garras a
medida que la amenaza constante que ellos suponían fue refrenándose.
En el centro del círculo, ofreciendo el
espectáculo que tenía a tantos demonios absortos, estaba Semiazas. Era una
criatura inmensa, de constitución robusta, con cuatro patas de centauro
rechonchas y un torso que le brotaba del centro mismo de su cuerpo de gusano.
Las puntas de sus cortos y gruesos dedos parpadeaban con fuego, y su rostro era
una mezcla horrible de caballo y hombre. Era de color rojizo, enorme y
poderoso, la pesadilla encarnada en uno de los primeros lugartenientes de
Satanás. Tumbado a un lado delante de Semiazas, con la mitad superior del
cuerpo apenas despegada del suelo gracias a sus temblorosos brazos, estaba el
ángel. Tan pronto como Renat lo vio, aunque solo de espaldas, supo que Nergal
había estado en lo cierto.
Las pálidas alas, que una vez habían sido
brillantes y cegadoras, habían perdido intensidad, sucias de hollín y ceniza.
El pelo largo castaño había sido cortado y Renat pudo ver mechones en las manos
de diversos demonios, que tenían bien agarrados como la valiosa droga que eran.
Degustar la energía celestial pura era la experiencia más extraordinaria de
todas, y Semiazas se las había ingeniado para comprar a la multitud
dispensándoles una pequeña cantidad de esa energía. El ángel no llevaba una
túnica blanca sino que estaba desnudo, y su piel naturalmente impecable ya
mostraba signos de abusos, apreciándose quemaduras supurantes de color rojo y
negro allí donde Samiazas le había tocado con sus llameantes manos. Envolviendo
los hombros y en espiral alrededor de sus piernas había una cadena de fuego del
infierno, que quemaba las oscuras supuraciones, capaz de retener al ángel, pero
incapaz de hacerle daño, siempre y cuando la pureza de su alma permaneciera
intacta.
―Renat ―siseó Semiazas, su voz nasal y sin
emoción alguna. Una lengua bífida asomó por el hueco entre sus enormes
dientes―. ¿Qué trae al Pretendiente del Infierno por aquí? ―Pretendiente era
uno de los muchos nombres que Renat paseaba por toda la fosa. Era uno de los
pocos Caídos que se habían mantenido básicamente en su forma angelical a pesar
de su exilio de Dios. Su apariencia enfurecía a muchos de los otros demonios,
sobre todo a los que habían sido totalmente transformados por las llamas del
Infierno.
―Este ángel es mío ―respondió Renat. Su
voz era calmada y fría, aunque por dentro estaba temblando por la necesidad de
reclamarlo―. Vas a soltar la cadena de unión que lo aprisiona.
Semiazas soltó una fuerte carcajada,
sumamente divertido. Los demonios más cercanos se le unieron, riéndose con
desdén.
―El primero en encontrarlo es el primero
en enlazarlo, y a continuación, el trato está cerrado ―replicó Semiazas cuando
pudo hablar de nuevo―. Encontré al ángel, lo traje por la Puerta Occidental. Él es
mío y lo disfrutaré como me plazca. ―Tiró de la cadena, forzando al ángel a
levantarse de rodillas. Renat no podía permitirse centrarse en eso. Si lo
hacía, se volvería loco.
―Te doy una última oportunidad para que
liberes la cadena de unión sin que haya derramamiento de sangre ―dijo
solemnemente Renat, estirando más ampliamente las alas. Sabía que esto iba a
suceder; lo había sabido desde el momento en que oyó que Semiazas tenía preso
al ángel. Algunos demonios podían ser comprados, a otros se les podía
intimidar, pero ciertos demonios solo podían ser detenidos usando la fuerza
bruta. Semiazas era uno de esos. No temía a nadie más que a Satanás y nunca
renunciaría al ángel sin luchar.
En efecto, Semiazas simplemente sonrió, su
saliva hirviendo goteaba en el suelo como si la boca se le hiciera agua
anticipando la pelea. Quizás fuera así. Arrojó el extremo de la cadena lejos y
atacó con una afilada pezuña. Alcanzó al ángel directamente en el pecho,
levantándolo en el aire y tumbándolo de espaldas. Nadie en la muchedumbre se
atrevió a tocarlo, ni siquiera para probar su energía. Si a alguno se le
ocurriera manejar la cadena sin el permiso de Semiazas, esta quemaría al infractor hasta las cenizas.
Una vez más, Renat mantuvo la vista
apartada y se centró por entero en su oponente. El fuego se deslizaba por las
manos y los brazos de Semiazas, finalmente envolviéndose por completo en una
llama tan caliente que era del color del hielo. A su vez, Renat desenvainó su
espada. La luz que emanaba de la hoja era lo suficientemente brillante como
para dañar los ojos de los demonios que miraban, un extraño y retorcido dolor
provocado en parte por el fuego del infierno que se había derramado en su
forja, y en parte por el flujo de la virtud angelical que de algún modo formó
su núcleo. Renat había fabricado la espada poco después de su caída,
impregnándola de los maltrechos restos de su gracia y convirtiéndola en un
símbolo permanente de su razón para caer, que fue exclusivamente el amor. La
espada le ayudaba a recordar y le mantenía a salvo del abrumador
arrepentimiento, y por su parte, la hoja era una de las pocas armas que podrían
herir a un demonio de forma duradera.
―Tú y tus juguetes ―gruñó Semiazas ―. No
eres más que una burla, Pretendiente.
―Se echó hacia atrás sobre sus patas traseras, y el golpe atronador
cuando sus pezuñas delanteras impactaron de nuevo contra el suelo provocó un
temblor que sacudió los pilares de la
Puerta Occidental. Se lanzó a la carrera sobre Renat.
Renat se elevó al cielo, evitando el bombardeo
del primer ataque de Semiazas. Incapaz de frenar a tiempo, Semiazas se estrelló
contra la primera fila de demonios que estaban observando, chasqueando y
silbando mientras arremetía contra ellos, tratando de dar la vuelta. Renat
descendió veloz, su espada parpadeando más rápido que la luz del sol, y cortó
la punta de la larga cola de reptil de Semiazas.
El demonio rugió, las llamas derramándose
por sus brazos, y luego los levantó y apuntó una hoja de fuego azul hacia
Renat. Este voló hacia arriba y se alejó, aunque no lo suficiente rápido para
evitar que los bordes inferiores de sus alas se chamuscaran. Eso le dolió, pero
como Renat estaba acostumbrado al dolor de sus miembros atrofiados, hizo caso
omiso. El destello había debilitado momentáneamente a Semiazas, y esta vez
Renat alcanzó el rostro de su adversario, cortando dos dedos de una mano que
consiguió agarrar mientras dirigía su espada a los ojos de color pantano de
Semiazas.
El demonio bajó la cabeza para esquivarlo
y la espada impactó en su lugar en uno de los retorcidos cuernos, medio
cortándolo antes de que Renat pudiera retroceder. Se quedó allí durante un
instante, atascado en las espirales óseas, y Semiazas aprovechó la oportunidad
para atrapar a Renat.
El calor le abrasó la capa superficial del
pecho, donde Semiazas lo agarró con fuerza. Apretando los dientes, Renat hizo
palanca como pudo y logró sacudir su espada, liberándola, a la vez que su
contrincante levantó la otra mano herida para intentar sujetar su parte
inferior y partirlo en dos. Renat cortó el resto de los dedos de esa mano
desafortunada, y cuando Semiazas aulló de dolor y aflojó su agarre como un acto
reflejo, Renat quedó libre. Sin embargo, en lugar de alejarse volando, cayó al
suelo y quedó justo debajo del pesado cuerpo de su rival. Antes de que Semiazas
pudiera pensar en tratar de aplastarlo, Renat se había deslizado a lo largo de
su vientre, rajando con su espada la gruesa piel que estaba encima de él.
Reapareció detrás de Semiazas y vio cómo la bolsa perforada de tripas caía
lentamente hacia abajo, desparramándose finalmente en un montón de retorcidos y
enrollados intestinos. Semiazas bramó de dolor y cayó con fuerza sobre sus
patas delanteras.
Renat caminó lentamente hasta colocarse
delante del demonio. El fuego que ardía a lo largo de los brazos de Semiazas
casi había desaparecido y su ansiosa arrogancia había sido sustituida por un
temor resentido. Renat colocó la punta de su espada debajo de la barbilla del
demonio.
―Vas a liberar la cadena de unión del
ángel ahora ―dijo en voz baja―, o yo mismo me encargaré de ello dejándote
cadáver.
Los ojos vidriosos y turbios parpadearon
una vez, dos veces. Un segundo después, la cadena de fuego infernal que mantenía
al ángel prisionero se disipó por completo, desapareciendo como un espejismo.
Renat inmediatamente se acercó con sigilo al lugar donde el ángel, nuevamente
de rodillas, había luchado y se puso delante de él, todavía sujetando
firmemente su espada con una mano. La otra vaciló durante un momento sobre la
cabeza del ángel antes de dejarla caer a su lado. No podía tocarlo aún, no
delante de este grupo. No sin revelar más de lo que quería que ellos supieran.
Renat se quedó parado y contempló a los curiosos a su alrededor, y su mirada se
encontró con un respetuoso silencio. Los Príncipes del Infierno no solían
entablar combates como este, frente a una multitud. Solo era cuestión de tiempo
el que se corriera la voz y llegara a oídos de Satanás, y Renat estaba seguro
de que iba a necesitar cada segundo que pudiera conseguir a solas con el ángel
agachado ante él.
El ángel se inclinó hacia delante hasta
que su frente descansó contra el cuerpo de Renat. El contacto fue electrizante
y lo impulsó a actuar. Renat extendió la mano y tejió una cadena de enlace de
su poder. Era mucho más fina que la que Semiazas había usado, pero haría al
ángel su cautivo de todos modos. La envolvió rápidamente alrededor de la base
de las alas del ángel y luego le hizo ponerse de pie. Sin decir ni una palabra,
Renat voló alto y se apresuró a regresar a su castillo, arrastrando al ángel
por la cadena detrás de él.
Entró en su casa a través de una ventana
alta, no por la puerta. Había peticionarios fuera de su gran entrada, demonios
menores que estaban dispuestos a jurar lealtad a Renat a cambio de su
patrocinio, pero ahora mismo no tenía tiempo de ocuparse de ellos. El aire
caliente y seco inundó la habitación cuando Renat bajó con cuidado su carga al
suelo antes de aterrizar él mismo. Sus ojos hambrientos siguieron el debilitado
movimiento del ángel, devorando cada uno de sus temblores y jadeos conforme la criatura celestial iba poniéndose
lentamente de pie. Sus heridas ya se estaban curando, las quemaduras
desapareciendo a medida que la gracia del ángel las impregnaba. Lo único que se
mantuvo sin cambios fue la cadena de unión, que brillaba como una marca en
torno a sus alas, y Renat sintió una oleada de posesividad diferente a todo lo
que había experimentado en milenios. Sin embargo, cuando el ángel finalmente lo
miró a los ojos, la primera emoción que Renat sintió no fue de ternura, sino
puro miedo. Algo tan perfecto no tenía cabida en el infierno.
―En Su nombre, ¿qué te ha poseído? ―Renat
siseó con furia y empezó a pasearse para no tener que contemplar esos ojos
azules y cristalinos―. Para esperar en la Puerta Occidental como un cordero yendo al
matadero… ¡Esto es pura idiotez! Tú perteneces al Reino de los Cielos, no a la
inmundicia del Infierno. ¿Cuál es tu gran pecado, que te provoca el deseo de
sacrificarte para el placer de los esbirros de Satanás?
―Renat. ―Su nombre fluyó de los labios del
ángel con dulce satisfacción, haciendo que Renat se detuviera en seco―. No es
ningún sacrificio. Sabía que vendrías a mí.
―No sabías nada semejante ―dijo Renat con
dureza, manteniendo su mirada apartada.
―Lo sé todo sobre de ti ―afirmó el ángel,
dulce y confiado―. Conozco tu corazón. Veo su bondad. Sabía que no me dejarías
sufrir la reclamación de nadie más.
―No hay bondad en mi interior ―Renat insistió,
retrocediendo cuando el ángel empezó a acercarse―. Aléjate de mí.
―Eso contradice el propósito de mi
presencia aquí ―respondió el ángel, sus pasos tan suaves como el terciopelo en
el brillante suelo negro―. He venido aquí por ti, Renat. ¿Por qué debería
permanecer lejos ahora? ―Siguió a Renat en su retirada hacia la pared,
parándose tan cerca de él que Renat podía sentir la fresca y reconfortante luz
que todavía emanaba del alma del ángel. Cerró los ojos, tratando
desesperadamente de mantener la compostura. No había tenido tanto miedo desde
hacía miles de años. Quería golpear al objeto de su temor, herirle y hacerle
sangrar antes de que pudiese derribar sus defensas, pero le fue imposible.
Una mano tocó la mejilla de Renat, girando
su cara hacia el frente de nuevo. Mantuvo los ojos firmemente cerrados, incluso
mientras las lágrimas ácidas brotaban tras ellos. Los últimos hilos de su calma
se deshilacharon y se rompieron cuando aquellos fríos labios ―cuyo tacto solo
había experimentado una vez antes― besaron cada uno de sus párpados. Su aliento
se congeló por un instante y luego lo abandonó con un grito áspero cuando lanzó
sus brazos alrededor del ángel.
―Emiel ―su voz se ahogó, y un
momento después unos brazos lo envolvieron en un abrazo tan fuerte como el suyo, tan
desesperado.
―Renat ―susurró Emiel, y su
voz era tan suave como una plegaria―. Estoy aquí. Estoy contigo. ―Se quedaron
en la comunión del silencio por un largo tiempo, el abrazo de Emiel filtrando lentamente la ansiosa tensión del cuerpo
de Renat. El demonio se habría quedado así para siempre, pero Emiel tenía que
romper el delicado silencio―. He soñado tanto tiempo con este momento. Le rogué
a nuestro Padre y por fin me respondió. Dios recompensa a los fieles, amor mío.
Renat se retiró, su irritación
iba en aumento.
―No digas eso.
―¿El qué? ―Emiel escudriñó su
cara, su expresión curiosa pero compasiva―. ¿Qué no diga que te quiero o más
bien que somos fieles? Porque somos
fieles, los dos, y de verdad te amo. Siempre te he amado.
Renat se apartó y comenzó a
caminar otra vez, necesitando espacio. Esto era alguna clase de trampa cruel,
algún nuevo tormento diseñado por Dios o por Sus hijos mayores para castigar a
los Caídos.
―¿Por qué no viniste conmigo,
entonces? ―exigió―. ¿Por qué esperar hasta ahora?
―Tuve que esperar la bendición
de nuestro Padre ―dijo Emiel con suavidad, extendiendo una mano hacia Renat. El
demonio se obligó a ignorarla―. Yo no podía ir en contra de Su palabra.
Finalmente me ha hablado de nuevo, sin embargo. Me dio permiso para ello. Esto
es un regalo, Renat; no una maldición, ni un truco. Te lo prometo.
―¿Cómo puede ser la recompensa
de Dios para ti dejarte abandonado en el Infierno? ―Renat no pudo evitar que la
desesperación que sentía se mostrara en su voz―. No puedo protegerte aquí,
Emiel. Te puedo salvar de demonios menores, pero el Rey del Infierno pronto
sabrá de tu presencia aquí, si es que no lo sabe ya. No puedo impedir que
Satanás te aparte de mí.
―No me apartará ―dijo Emiel
con seguridad―. Pediremos una audiencia con él, y si no nos mata a ambos sin
más contemplaciones, entonces estaremos
salvados.
Renat tragó con dificultad y finalmente
volvió a mirar al ángel. Las heridas de Emiel ya se
habían curado y su mano seguía extendida. Deseaba agarrarla desesperadamente,
pero no había manera de que esto pudiera terminar más que en tragedia.
―Nuestro Padre no me recibirá nunca en el
Paraíso.
―Renat. ―La luz angelical lo inundó,
disminuyendo sus temores y dejando algo parecido a la paz
detrás ―. Confía en mí ―Renat no dijo nada, pero después de un momento cogió la
mano de Emiel. El ángel le sonrió, y era demasiado perfecto para mirarlo. Renat bajó los ojos y echó un vistazo a la ceniza y sangre
que recubrían a Emiel, se habían pegado a su piel cuando Renat lo abrazó. Sus
heridas aún ardían, pero era un dolor lejano.
―Te he manchado.
―Deberíamos
limpiarnos ―acordó Emiel―. ¿Tienes una cámara de baño aquí?
―La tengo. ―Era un lujo
increíble. Un agujero excavado en la roca volcánica del castillo de Renat, que
él acondicionó para poder llenarlo con agua que goteaba de la Tierra. El agua podía
encontrarse en el Infierno, pero por mucho que intentaras purificarla, el hedor
a azufre siempre estaba presente, impregnando cada gota. Esta agua era dura
debido a los minerales, y caliente al igual que todo lo que había en el
infierno, pero era pura a pesar de eso―. Ven. ―Se giró y Emiel lo siguió,
manteniendo su mano agarrada mientras caminaban.
La cámara de baño se
encontraba en el lado opuesto del gran salón. La estatua de Renat estaba
situada en el centro de esa habitación, no había manera de que Emiel la pasara
por alto. Renat se preguntó si el ángel podría sentirse ofendido por el
parecido, ya que era una réplica de
Emiel tal como Renat lo había visto la última vez: de rodillas, con los brazos
en jarras por la fuerza de su abrazo roto y la angustia grabada en su rostro.
Se veía hermoso, como todos los ángeles, pero también atormentado. Fue el dolor
en su expresión lo que le había dado a Renat un poco de consuelo durante
milenios, y se preguntó si Emiel lo entendería. El ángel no dijo nada, tan solo
apretó la mano de Renat un poco más fuerte cuando pasaron al lado de ella.
Una única antorcha colgaba en
un candelabro en la pared de la cámara de baño. El vapor del agua empañaba el
aire y tocó el rostro de Renat como si fueran dedos espirituales. El baño en sí
no era demasiado grande, no más largo que su cuerpo en cualquier dirección,
pero cabrían ambos. Entró en la piscina y se giró para ayudar a Emiel a meterse
dentro.
Tan pronto como el pie del
ángel tocó la piscina hirviendo, el agua cambió. En el transcurso de un
segundo, pasó de nublada por los minerales disueltos a clara y suave, un agua
tan ligera que se sentía como seda contra la piel. El color de la neblina
cambió de gris a oro, y una vez que el ángel se sumergió hasta la cintura,
incluso la temperatura había variado, de un grado por debajo de la ebullición a
agradablemente tibia.
―Tú… ―La voz de Renat falló
por un momento y tuvo que volver a intentarlo―. No debes perder tu gracia.
Estás tan lejos de Dios ahora. No podrás recuperarla.
―Tengo suficiente para esto
―le aseguró Emiel, acercándose un poco. Metió la mano libre en el agua y echó
el líquido por el hombro de Renat. Se fue tranquilizando mientras corría por su
costado, cada reguero que bajaba no quemaba la piel, dejándola intacta a su
paso. Había pasado tanto tiempo desde que alguien se preocupara por él, desde
que alguien se había molestado en pensar en su dolor, que le resultaba
realmente difícil de aceptar. Renat se apartó de las manos de Emiel y se puso
en el otro lado de la piscina.
―Renat…
―¡No me toques! ―dijo entre dientes―. No me toques. He vivido sin tu tacto durante demasiado tiempo, no puedo
aceptarlo ahora. No eres para mí. Nunca has sido para mí.
―Pero tú siempre has sido mío
―señaló Emiel con la mayor naturalidad. No se movió más cerca, pero tampoco se
alejó―. Tú has sido mío, en todas tus formas, desde el momento en que fuiste creado
y me conociste. Nuestro padre lo ve también.
―Entonces Él me
ha odiado desde el principio.
―No ―dijo Emiel,
moviéndose hacia delante ahora, lenta pero inexorablemente―. Dios entiende el
amor. También entiende el sacrificio. ¿Crees que ha sido fácil para mí, todos
estos años, estar separado de ti? ―El tono de Emiel tenía un dejo de rabia y
de frustración―. Nunca hubo un momento
en que no estuviera pensando en ti. Viajé por toda la Tierra buscándote, deseando
que fueras uno de los Caídos que se levantaron para tentar a la humanidad solo
para tener la oportunidad de verte de nuevo. No tengo el poder de ver a través
del Muro del Infierno.
―No podía
soportar la idea de ir a la
Tierra ―confesó Renat―. Para estar rodeado de la causa del
cataclismo del Cielo, me resultaba demasiado doloroso contemplarlo. Una vez que
sus almas están aquí son un blanco legítimo, porque ellos también han
traicionado a nuestro Padre, pero allí arriba…
―Lo sé. ―Emiel se detuvo a un
palmo de distancia de Renat, el agua suave y curativa golpeando entre sus
cuerpos. Sus alas blancas se extendieron, curvándose hacia delante y alrededor
de ellos hasta que todo lo demás quedó tapado y lo único que Renat podía ver en
cualquier dirección era un capullo blanco, palpitando con el latido del corazón
de Emiel―. Todo lo que ves ―le aseguró el ángel― es para ti. Soy tuyo, y
también lo son todas mis habilidades. Permíteme compartir mi gracia contigo.
―Emiel puso sus manos muy suavemente sobre las caderas de Renat―. Déjame
dártelo todo.
Renat sabía que no merecía
nada, pero no podía negar que lo deseaba. Esto podría ser todo lo que tendría
antes de que Dios o el Diablo le robaran a Emiel, apartándolo de él otra vez.
Si este era el único momento juntos que Renat conseguiría, entonces lo
aprovecharía por completo.
Antes de que pudiera recordarse a sí mismo por qué
era un error hacerlo, Renat envolvió los brazos alrededor de los hombros y del
cuello de Emiel, atrajo el cuerpo del ángel hasta ponerlo al ras del suyo y lo
besó con fuerza en la boca.
Renat había pretendido que
fuese un beso violento y posesivo, una marca de propiedad, pero no permaneció
de esa manera. Aunque era su cadena la que ataba al ángel ahora, ambos sabían
que no estaría ahí si Emiel no hubiese ido al Infierno a buscarlo. La reclamación
de Emiel había llegado primero, e impuso su autoridad y tomó el control del
beso, suavizándolo y transformándolo en algo verdaderamente tierno.
La dulzura de la gracia del
ángel fluía a través de sus labios, y de repente Renat se estaba ahogando en
amor. Llenó la árida planicie de su cuerpo y renovó esa parte de sí mismo que
apenas existía, la más pequeña brizna residual de su antigua conexión. Renat se estremeció de dolor, una criatura
herida encogiéndose lejos de la luz, e intentó apartarse pero Emiel no se lo
permitió. Mantuvo sus labios firmemente unidos, vertiendo con tenacidad toda su
gracia y adoración en el demonio hasta que el dolor se desvaneció. La fuerte
sensación de ahogamiento fue sustituida por un frágil sentido de idoneidad
que Renat había olvidado. Era la sensación del amor de Dios, e
impregnó el cuerpo de Renat con la suficiente fuerza para sanar sus heridas más
recientes.
La curación vino de Dios. El
resto del beso, el ardor y la pasión crecientes, todo ello procedía de Emiel.
Sujetó a Renat con firmeza, presionando sus cuerpos desde el pecho hasta los
pies. Su lengua rozó ligeramente la comisura de los labios de Renat,
saboreándolo, tratando de que los abriera. Renat cedió, y en ese momento ellos
estaban más cerca el uno del otro de lo que habían estado nunca, pero de alguna
manera, todavía no era bastante.
―Emiel…
―Lo sé ―susurró el ángel
contra su boca―. Está todo bien.
―No lo está ―argumentó Renat.
Ni siquiera sabía por qué, llegados a este punto, pero el placer le hizo
sentirse culpable―. Esto no es todo cuanto soy. Tú no sabes…
―Sé de tu oscuridad ―respondió
Emiel, echándose hacia atrás lo suficiente para capturar la mirada de Renat
otra vez―. Lo sé. Lo leí en cada centímetro de ti. Especialmente aquí. ―Sus
manos frotaron los omóplatos de Renat―. Enséñamelas.
Renat quería protestar. Sus
alas eran espantosas, y ni toda la gracia compartida curaría el daño sufrido
durante milenios. Pero Emiel lo quería todo y pensaba conseguirlo, aun cuando
volvió la cabeza molesto. Renat hizo un pequeño esfuerzo mental y las alas
salieron encrespadas de su espalda, los huesos y los tendones crujiendo a
medida que se flexionaban y estiraban. Huesos y tendones era lo único que le
quedaba a Renat de las alas. Era un milagro que aún pudiera desplazarse con
ellas; la gran mayoría de los Caídos habían perdido sus alas cuando llegaron al
firmamento del Infierno, el primer cambio irreparable que su decisión provocó
en ellos. Renat conservó las suyas, aunque mutiladas. Según los rumores,
Satanás las había mantenido también, aunque se decía que ahora estaban forjadas
por la brujería, sin nada del cielo que permaneciera en ellas.
Una vez que sus alas, tal como
eran, estuvieron completamente desplegadas, Renat se puso tenso y expectante.
Emiel pareció casi exasperado por un momento y luego acarició suavemente la
columna de Renat. Sus alas se estremecieron. Se sentía... bien.
―Te ves a ti mismo como un
corruptor, y sin embargo, tú también fuiste corrompido. ―Emiel besó a Renat
otra vez y sus manos se dirigieron a la base de sus alas, al punto duro y con
cicatrices donde se unían y lo abrazó con fuerza―. Tú has hecho el mal, pero
igualmente te lo hicieron a ti. No puedes huir de tu pasado. ―Movió sus caderas
hacia delante, y su erección empujó contra la ingle de Renat, tentándole a
imitarlo―. Pero no debes arruinar tu futuro. Estamos destinados a sentir esto.
―Embistió de nuevo, ondulando el cuerpo, y las plumas se curvaron alrededor de
ellos imitando el movimiento―. Puedes sentir placer conmigo. Sin remordimientos,
ni culpa, ni rabia, solo alegría. Éxtasis. ―Sus alas se abrieron un poco para
abarcar las de Renat, envolviéndolos así en un capullo y luego todo estuvo
rodeado de suavidad, calor y humedad. Solo el cuerpo apretado contra Renat era
duro y persistente. Eso le hizo excitarse, y la sensación era tan extraña y
placentera que le quitó el aliento.
Los demonios follaban. Los
demonios eran hedonistas de lo más cruel y sádico, y la principal afición de
muchos de ellos era el sexo. Se trataba de una manera fácil de crear confusión,
una forma sencilla y primitiva de llevar el horror, el dolor y la atrocidad a los condenados.
Había demonios que se pavoneaban por todo el infierno con erecciones
permanentes, enormes y deformes, con espinas en los bordes y goteando ácido. El
sexo en el Infierno era casi siempre follar sin más, y follar significaba, pura y simplemente,
dolor y tortura. Renat nunca había encontrado ese tipo de castigo apropiado, ni
para sí mismo ni tampoco para las almas a las que le gustaba atormentar.
Prefería el margen de maniobra que le procuraba la destrucción de la mente con
sus propios pecados, y por eso las almas más antiguas ―las que estaban más allá
de poder ser atormentadas a través de medios físicos― temían tanto su
presencia. El dolor primitivo era brutal, pero el dolor psicológico que les
provocaba era una exquisita abominación.
Esto era un placer animal, y
despertó algo intenso, doloroso y cálido en el interior de Renat. Esto era la
carne presionando contra la carne, dura dentro de su jaula de seda y unida
entre la piel caliente y resbaladiza. Este era Emiel entre sus brazos, el ángel al que tanto había añorado, mucho
más de lo que la desgastada memoria de Renat atesoraba. Este era un ser real,
que suspiraba contra sus labios mientras deslizaba una elegante mano entre
ellos y cerraba los dedos alrededor de sus miembros. Acarició sus erecciones, y
la sensación hizo gemir a Renat, a
medias en señal de protesta, a medias de placer.
―No pasa nada ―Emiel le
tranquilizó, con la voz temblando de deseo―. Puedes tener esto. Podemos tenerlo
juntos. Te juro que esto está bien. Relájate, cariño, no luches contra ello. No
pelees conmigo. Dame la bienvenida.
Renat no respondió, pero inclinó la cabeza
de Emiel hacia atrás y puso los labios en la larga y pálida columna de su
garganta, mordisqueando y acariciándolo alternativamente, tratando de controlar
las ganas de hincar los dientes en esa tierna piel mientras el dolor en su
ingle se intensificaba. Emiel no retrocedió ni se resistió, simplemente se inclinó
más fuerte contra él mientras les bombeaba con su mano, manteniéndolos juntos
con tanta fuerza que se sentía casi como si se unieran por allí. Eso dejó a
Renat balanceándose en el borde del dolor físico, todavía eclipsado por el
extraño éxtasis que lo consumía.
―Tú eres para mí ―gimió Emiel, clavando
las uñas en el hueco entre las alas de Renat y enredando sus piernas alrededor
de la cintura del demonio. El peso que de repente notó carecía de importancia,
pero la necesidad que implicaba ese gesto aturdió a Renat, echando abajo los
vestigios de su vacilante resistencia―. Mío ―dijo el ángel, bajando su cara
hacia la de Renat. Sus ojos brillaban con tanta intensidad por su gracia que
Renat a duras penas podía mirarlos, y al mismo tiempo, le resultaba imposible
apartar la vista. Todo ese resplandor, todo ese amor… era todo para él―. Tú
eres mío, Renat. ―Emiel estaba cerca, muy cerca, y cuando comenzó a perderse en
el placer de la carne, Renat fue capaz de dejarse llevar y caer por el borde
con su amante. Cerró la distancia entre sus labios y gritó con delirio dentro
de la boca de Emiel mientras todo lo demás se desvanecía.
Durante un rato, Renat no pudo ver nada
más que la neblina dorada en el aire, cubriendo sus ojos como una mortaja. A
medida que se recuperaba, las formas comenzaron a fusionarse y entonces pudo
ver retazos de Emiel: la nariz, la dulce curva de su boca, sus ojos ―todavía
tan azules y tan brillantes―. Parecía feliz y agarraba a Renat con cuidado,
rodeándole la cintura. Después de un momento, Renat se dio cuenta de que estaba
devolviéndole la sonrisa a Emiel. Era poderoso, este amor entre ellos, si podía
forzar sus labios a dibujar una expresión que no habían adoptado desde que cayó
del Cielo.
―Renat ―suspiró Emiel, como si su nombre
fuera una plegaria―. Mi amor.
―Tuyo ―acordó Renat, aceptándolo
finalmente. Emiel sonrió y lo besó. Cuando se retiró, su expresión era un poco
más seria.
―No tenemos que ir a buscarlo. Tu Rey está
viniendo hacia nosotros.
Tan pronto como Emiel dijo eso, Renat pudo
sentirlo también, la presión silenciosa
pero segura en el fondo de su mente que anunciaba la inminente llegada de
Satanás. En los más débiles, la presencia de Satanás despertaba la locura y los
demonios menores huían de él. En aquellos con mentes más fuertes, los ponía al
límite, haciéndolos más propensos a estallar y gruñir. Ello acentuaba sus ganas
de desafiar, y Satanás había usado esa habilidad visceral para incitar a sus
enemigos a un combate temerario con él muchas veces antes. Nunca había estado
cerca de ser derrotado. Renat se sintió protector y a la vez desesperado.
―Él no nos separará ―le prometió Emiel.
―¿Cómo sabes eso? ―exigió Renat, agarrando
los brazos de su amante demasiado fuerte.
―Porque tengo fe en nuestro Padre
―respondió el ángel―. El Lucero del Alba es todavía Su hijo. Él ocupa un lugar
en los grandes propósitos de Dios, aunque sea difícil de entender. Va a ir todo
bien. ―Besó a Renat otra vez, luego dio un paso atrás y puso distancia entre
ambos―. Debemos salir a su encuentro.
―Deberíamos ―convino Renat. Salieron de la
piscina curativa, y de alguna manera, Renat supo que nunca entraría de nuevo en
esas aguas. Pasara lo que pasara a continuación, su existencia estaba a punto
de cambiar de forma indeleble.
Ellos estuvieron secos al instante en el
aire infernal. Renat cogió de nuevo la mano de Emiel y lo condujo lentamente de
vuelta hacia el gran salón donde el Rey del Infierno los esperaba.
Resultaba imposible resumir en meras
palabras la gloria oscura que era el antiguo arcángel. Donde Emiel era todo
amor, luz y la gracia hecha carne, Satanás era el caos, el relámpago y el
propio espacio elemental plegado en forma de hombre, y aun así incontrolable.
El mismo aire que lo rodeaba parecía excitado con su presencia, y Renat tuvo
que luchar duramente contra dos impulsos contrapuestos: lanzarse frenético
hacia adelante o apoyar la frente contra el suelo. Emiel le apretó la mano en
señal de apoyo.
―Un ángel ―dijo Satanás con admiración,
pareciendo demasiado interesado para la tranquilidad de Renat―. No es uno de
los míos, tampoco. La gracia imperfecta de nuestro Padre no solo se niega a
abandonarte sino que continúa floreciendo en ti. ―Pasó un dedo por la cabeza de
la estatua de Emiel. Ese movimiento hizo que Renat se sintiera posesivo y tuvo
que apartar la mirada para evitar ser dominado por los celos―. ¿Se lo robaste a
Semiazas, Belleza?
Belleza
era el apodo especial que
Satanás le puso a Renat, y se lo llamaba de forma cariñosa y con desprecio al
mismo tiempo. Renat creía que al Rey del Infierno le agradaba el contraste que
Renat representaba, y esa devoción de Satanás a un recuerdo le resultaba
gracioso. Ahora que estaba aquí, en
persona, no le parecía tan divertido a Renat.
―Luché contra Semiazas por él.
―Luchaste por tu pequeño
ángel, que por fin bajó para reunirse contigo en el pozo. ―Satanás sonrió
lánguidamente―. Esta es una historia perfecta de locura trágica. Tengo que
saber algo más antes de que os destruya a ambos por su presunción.
A Renat le invadió el pánico,
pero Emiel lo calmó con otra breve caricia.
―No he venido aquí para desafiar tu
reinado. Te he traído un tributo a cambio de liberarnos.
La sonrisa de Satanás se
volvió áspera. Su bello rostro se transformó de repente en amenazador.
―No quiero nada de Dios
―gruñó, lo suficientemente estridente como para hacer sangrar los oídos de
Renat.
―El tributo no viene de Dios
―prometió Emiel. Dirigió una mirada tranquilizadora a Renat antes de soltar su
mano y avanzar. Con cada paso que daba en dirección a Satanás, Renat estaba más
cerca de volverse loco. El poder del Rey del Infierno crepitaba en el aire,
contenido por su curiosidad apenas lo suficiente para evitar hacer daño. Renat
vio cómo Emiel se acercaba lo bastante como para tocar, tanto como para ser
asesinado en un momento si Satanás lo deseaba. Su cuerpo se estremeció por el
esfuerzo de mantener su autocontrol, dándole a Emiel el tiempo necesario para
hacer lo que fuera que había planeado.
Emiel se inclinó cerca de Satanás y le
habló al oído en voz baja.
―Esto es de parte de Miguel, Lucifer. ―A
continuación, besó al Diablo firmemente en la boca.
Solamente sus labios estaban
unidos, pero el repentino estallido de luz celestial era más poderoso que
cualquier cosa que Renat hubiera visto desde antes de su caída. Se protegió los
ojos, y cuando la luz se extinguió y pudo ver de nuevo, se quedó atónito.
La creciente hostilidad que
enrarecía el aire había desaparecido. El caos se había reducido, volviéndose
más controlado, y el Rey del Infierno… parecía el antiguo Lucifer. Seguía
siendo hermoso, pero ahora su belleza era celestial, refinada y sellada con la
gracia. Se había apartado de Emiel, y sus dedos revoloteaban delante de su
boca, abierta por la sorpresa. La gracia propia de Emiel había disminuido
considerablemente, ahora que había transmitido el poder del regalo del
arcángel. Renat dio un paso adelante con cautela, ansioso por tener en sus
manos a Emiel, y cuando lo vio acercarse, su amante le tendió la mano.
Permanecieron unidos delante del Lucero del Alba, que poco a poco iba
recuperando los sentidos.
―De Miguel…
―murmuró.
―Él no ha olvidado, no más que yo ―dijo
Emiel.
―Pero yo tenía que hacerlo,
como fuera. ―Lucifer se miró las manos e hizo una mueca, como si viera algo que
le disgustaba―. He vivido aislado en mi propia superioridad moral con demasiada
facilidad. ―Volvió su atención hacia ellos―. Esta toma de conciencia
merece una muestra de benevolencia por mi parte.
―¿Quieres decir… que nos
dejarás ir? ―preguntó Renat, casi sin poder creérselo.
―Voy a permitir que sigas el
camino que Él ha trazado para ti ―respondió Lucifer con una débil
sonrisa―. Dudo que eso sea lo que más te
gustaría, pero los mendigos no pueden escoger. ―Extendió una mano y la
ahuecó alrededor de la nuca de Renat. Su columna vertebral entera fue presa de
la agonía durante un momento, pero luego el calor y el dolor le abandonaron.
Abrió los ojos justo a tiempo para ver una bola de fuego infernal en la mano
ahuecada de Lucifer antes de que se desvaneciera. La quemadura de su tatuaje
demoníaco ―la marca del señorío de Lucifer― ya no estaba en su piel. Su
cadena de unión también había desaparecido de alrededor de las alas de Emiel.
―Ahora la espada ―dijo
Lucifer. Renat alcanzó la dimensión donde guardaba su espada, sorprendido de lo
difícil que le resultaba. No obstante, se las arregló con un poco de esfuerzo y
después de un momento de vacilación, le entregó el arma. Ahora era completamente vulnerable ante el Rey del
Infierno.
Lucifer giró la espada en sus manos,
mirándola pensativo.
―Todavía conserva una parte de tu gracia
original. ¿Cuánto tiempo ha existido, Belleza?
―Casi todo el que llevo en el Infierno
―contestó Renat.
―Lo cual es casi
tanto tiempo como llevo yo. Su persistencia podría avergonzarme, si la dejo. No
es de extrañar que mis príncipes te hayan odiado tanto. ―Dirigió una leve
sonrisa a los dos―. Ellos se aglomeran fuera de este castillo incluso ahora,
Belleza, clamando por tu sangre y por la de tu ángel.
―Por favor… ―Renat jadeó. Era
la primera vez que pronunciaba esas palabras desde su caída.
―No voy a entregarte a ellos
―dijo Lucifer con fácil generosidad―. Jamás podrían merecerte. Pero ha llegado
el momento de que ambos os marchéis. ―Miró a Emiel―. ¿Conoces el camino?
―Sí.
―Bien. Este lugar… ―Lucifer
miró a su alrededor y a continuación se centró en la estatua arrodillada―. Creo
que lo conservaré para mí. Me servirá como recordatorio de que incluso el
Infierno puede evolucionar. ―Levantó su mano hacia ellos dos. Emiel
inmediatamente rodeó con sus brazos a Renat, agarrándose fuerte a él. Sus alas
se estremecieron por la tensión.
Lo último que Renat vio antes
de que la energía oscura del Diablo los envolviera fue a Lucifer mirando
fijamente a los ojos de una nueva estatua; esta era alta, erguida y orgullosa.
Yo no soy un ser humano, me estoy convirtiendo en un ser
humano.
Autor desconocido
III
LO PRIMERO que notó
conforme iba recuperando la consciencia fue la superficie bajo su
cuerpo. Era suave, pero no etérea como una forma de energía sino real. Sólida.
Acunaba el cuerpo de Renat, que se sentía igualmente sólido. Frunció el ceño a
medida que se despertaba y abrió los ojos. Se los notaba arenosos, y cuando
comenzó a moverse, un gemido involuntario se abrió paso entre sus labios. Le
dolía todo el cuerpo, de una manera que no había experimentado nunca antes. No
era un dolor angustioso. Ni siquiera era fuerte, pero lo inundaba por completo;
le hacía sentir como si hacer algo más que rodar de su estómago a su espalda
fuera imposible. Renat contempló el techo y…
Techo. Él estaba mirando un
techo. No era una bóveda grande y alta lo que se elevaba sobre él, sino un
simple techo de color blanquecino. Había un ventilador giratorio pegado a él,
con un cable colgando. Renat sabía lo que era un ventilador giratorio tan solo
porque algunas de las almas que había atormentado durante años se habían
ahorcado con dichos cables. Apoyó las palmas de las manos en la suave y
elástica superficie sobre la que yacía y se obligó a incorporarse. Eso hizo que
la cabeza le diera vueltas, puso la frente entre sus manos y cerró los ojos
durante un largo momento. El ligero dolor y la sensación de mareo
desaparecieron y finalmente abrió los ojos y miró a su alrededor.
Renat estaba sentado en una
cama grande dentro de una habitación sencilla y elegantemente amueblada. La luz
se filtraba a través de una alta ventana con vistas y el aire era fresco. En
cuanto lo identificó, la piel se le puso de gallina, provocándole un
escalofrío, pero Renat ignoró el pequeño malestar a fin de lograr ponerse de
pie lentamente. Se tambaleó
durante un instante y tuvo que extender los brazos para mantener el equilibrio.
Una vez que lo consiguió, vagó a través de la puerta que daba a un pasillo.
El suelo era de madera pulida, suave bajo
sus pies. Deslizó una mano a lo largo de la pared mientras caminaba, observando
cada ligera curva y chocando las yemas de sus dedos con lo que tropezaba. Las ideas le martilleaban la cabeza, un millón de cosas
ansiosas que reclamaban su atención, pero no podía concentrarse en ellas aún;
algo lo estaba empujando hacia adelante.
Siguió su camino hasta llegar
a una pared de cristal. En el exterior había niebla y una brillante mancha de
agua en la madera, y un instante después, supo que tenía que estar ahí fuera. Trató de pasar simplemente a través de
la pared, algo que debería haber sido fácil para él, pero estaba rígida bajo la
suave piel de sus palmas. Cerró los ojos e invocó su poder, pero allí no había…
absolutamente nada. No era realmente
un vacío, sino una ausencia en su interior. No obstante, en vez de pena por el
enorme agujero, Renat sintió como si algo diferente hubiera sido colocado en el
espacio donde primeramente su gracia, y a continuación su fuego infernal,
habían vivido. Fuera lo que fuese, carecía de la energía rápida e
instantánea que llegaba antes, pero había algo tan intensamente profundo que no
se atrevía a analizarlo demasiado.
Lo que sí logró concluir es
que no caminaría atravesando las paredes nunca más. Examinó la superficie de
cristal, pasando los dedos por los lados hasta que encontró una pequeña
hendidura. Un pestillo, tal vez. No es que hubiera visto algo parecido antes,
pero algunos condenados los tenían, y él había estado dentro de sus mentes.
Torpemente insertó los dedos en la ranura y tiró. La pared de cristal se
deslizó suavemente a un lado, y el aire fresco y húmedo tocó la piel desnuda de
Renat como una caricia. Salió a la cubierta y escuchó el silencioso susurro del
agua golpeando contra la madera sobre la que
pisaba, y sintió el manto de niebla sobre él.
La madera era más rugosa aquí
fuera y un poco áspera bajo sus pies. Caminó como si estuviera en trance,
directo al borde de la cubierta en la que se encontraba. Se arrodilló allí y
miró por el borde al agua que había debajo. Un rostro le devolvió la mirada.
Era su cara ―debía ser su cara―, pero no se parecía a nada que hubiera visto
antes. Sus ojos eran marrones con un fino anillo de color verde alrededor de la
pupila. Su pelo seguía siendo largo y negro, pero el desfilado que había
definido cada mechón había desaparecido, dejándolo un tanto desaliñado. Su
rostro era delgado y pálido, no una belleza etérea. Él parecía… humano. Parecía un ser humano.
Pequeñas ondas se extendían
desde donde cayeron las gotas saladas, distorsionando su imagen. Tras un rato,
Renat comprendió que venían de sus ojos. Lágrimas. Estaba llorando agua,
haciendo algo sencillo y puro, y no le dolía ni le quemaba. Era una especie de
extraña hermosura, la capacidad de hacer algo tan elemental. Se contempló a sí
mismo y lloró en el aire frío y humedecido por la lluvia. Su cuerpo era tan
extraño y frágil ahora que comenzó a temblar por el frío, y un momento después
sintió algo suave cubriendo sus hombros, seguido de un par de cálidos brazos
sosteniéndolo cerca. Renat se volvió ciegamente en el abrazo de Emiel,
agarrando a su amante con demasiada fuerza pero incapaz de detenerse. Temblaba
tan fuerte que pensó que ese cuerpo podría romperse, y su respiración se volvió
rápida y poco profunda.
―No te preocupes ―murmuró
Emiel en su oído―. No pasa nada. Estoy aquí, cariño. Estoy contigo.
―¿Qué… cómo…? ―No
le salían las palabras, y por suerte no hizo falta.
―No podíamos
regresar inmediatamente al Cielo ―dijo Emiel, llenando a Renat con un nuevo y
repentino dolor. No es que realmente hubiera esperado que lo dejasen de nuevo
en el Reino de Dios, pero aun así seguía siendo doloroso. Al menos Emiel estaba
con él. Podía soportar cualquier cosa si Emiel estaba con él.
―Este es nuestro nuevo hogar.
Busqué el lugar adecuado durante un siglo y me pasé los últimos diez años
preparándolo para vivir aquí juntos y aprender a ser humanos ―continuó Emiel.
¿Para ser humano? Renat retrocedió un
poco, solo el espacio suficiente para poder echarle un vistazo a Emiel. El
ángel llevaba ropa: unos pantalones finos que se ajustaban a su cuerpo y una
sencilla camisa azul que se abrochaba en la parte delantera. Tenía los pies
descalzos y su rostro era el mismo, pero… diferente. Su pelo seguía siendo
corto y castaño y sus ojos eran azules, pero no brillaban intensamente con la
gracia de Dios. Había perdido su gracia. Emiel ya no era un ángel.
―No ―susurró Renat desesperadamente―. No
debes perder tu gracia por mí.
―No la necesitamos ―le garantizó Emiel―.
Ahora tenemos una nueva gracia. Tenemos almas, mi amor.
―¿Almas?
―Almas humanas. Eso es lo que
somos ahora, Renat, casi completamente humanos. ―Emiel levantó las manos para
acunar la cara de Renat. Las sentía igual que siempre, cálidas y amorosas.
Renat se apoyó en el toque y dejó que los suaves dedos le limpiaran las
lágrimas―. Era la única manera de que pudiéramos estar juntos de nuevo.
Viviremos como seres humanos, y si tenemos una vida honrada, entonces los dos
seremos bienvenidos de nuevo en el Cielo cuando estos cuerpos hayan llegado a
su fin. Seguiremos juntos por siempre, mi amor. Esto es solo el siguiente paso.
―Se inclinó y besó la mejilla de Renat con dulzura y a continuación sus
labios―. Después de todo, ¿qué es una vida cuando ya hemos esperado durante
tanto tiempo? ―susurró en la boca de Renat―. Una vida aquí en la Tierra y luego
la eternidad juntos.
―Emiel… ―Renat se inclinó
hacia el beso, con ganas de profundizarlo, pero se obligó a alejarse cuando
todas las cosas en las que no había querido pensar volvieron de golpe―. No sé
cómo hacer esto.
―Yo te enseñaré ―le aseguró
Emiel―. Nuestra casa está bastante aislada, así que no tenemos que preocuparnos
por las interrupciones o ver a nadie antes de que estés listo. Elegí un lugar a
orillas de un lago porque pensé que lo disfrutarías después de haber pasado
tanto tiempo sin tales cosas. ―Se acercó y pasó los dedos por el agua, luego
rozó la yema de los dedos mojados por la sien de Renat―. Tú puedes hacer
esto ―le dijo con firmeza―. Puedes hacer cualquier cosa.
―Siempre y cuando te tenga a
ti ―murmuró Renat, y la sonrisa de Emiel pareció iluminar el cielo―. ¿Qué
significa ser casi completamente humanos?
―Justo lo
que parece. Tenemos cuerpos humanos con debilidades humanas. Necesidades
humanas. Pero ―dijo Emiel con una sonrisa pícara― nuestro Padre anticipó que esto se pondría difícil a veces, por lo que nos dejó
un pequeño… recordatorio. Cierra los ojos.
Renat obedeció, cerrando los
párpados, que notaba un poco hinchados por las lágrimas. Emiel se alejó un
instante, y cuando regresó a los brazos de Renat, tenía el pecho desnudo. Algo suave
revoloteaba sobre la mejilla de Renat, y cuando abrió los ojos se encontró cara
a cara con el sonriente rostro de Emiel, y ambos estaban rodeados de plumas
blancas que latían ligeramente.
Tras un breve momento de
sorpresa, Renat inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Se rio como si
fuera la primera vez en su vida, una
risa pura y alegre. El sonido hizo eco a través del agua y se disolvió
lentamente en la tierra, una apropiada introducción en el mundo para una de las
nuevas almas de Dios.
FIN
CARI Z. es una chica de Colorado
que adora la nieve y la luz del sol. Acaba de
regresar de África occidental tras haber estado viviendo allí dos años y está
todavía encantada por la magia del agua corriente
caliente y la gloria que es el Wi-Fi. Visita su blog para obtener información sobre nuevos
lanzamientos, próximos proyectos, y obras en progreso en:
Puedes contactar con Cari en
carizabeth@hotmail.com. De
hecho, por favor hazlo. A ella le encantaría saber de ti.
[1] Estos versículos del Apocalipsis describen la batalla entre el
Arcángel Miguel y Satanás (y sus respectivos ángeles). Según la tradición
judía, Miguel es el paladín de Dios, el jefe de los ejércitos celestiales, y el
dragón es Satanás. El demonio fue una criatura angélica que se convirtió en
enemiga de Dios al no aceptar la dignidad concedida al hombre. Entonces el
diablo y sus seguidores fueron arrojados a la tierra, y desde entonces no cesan
de tentar al hombre para que, pecando, se vea también privado de la gloria de
Dios. Nota de corrección.
[2] Referencia
a Lucifer, que significa en latín "portador de
luz". Desde su rebelión es denominado Satán o Satanás ("adversario"
en hebreo). Nota de corrección.
[3] En
la Iglesia de Oriente, así como entre los teólogos de Occidente, se nombra al
Arcángel Miguel (que en hebreo significa "¿Quién como Dios?") como
Virrey del Cielo. Es el arcángel principal o de más alto rango y se le
considera el símbolo del eterno triunfo de la luz sobre las tinieblas. Nota de
corrección.
[4] Que tiene la pezuña hendida o partida. Nota de corrección.
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